Guía del autoestopista galáctico
La Guía del autoestopista galáctico también menciona el alcohol. Dice que la mejor bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico. Dice que el efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico es como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón estirada alrededor de un gran lingote de oro.
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Nos dio comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos teletransportó al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse. Era un tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
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Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto llegó a ser el planeta más rico de todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido a la pobreza más abyecta. Y así se quebró la organización social, se derrumbó el Imperio y un largo y lóbrego silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos, únicamente turbado por el garabateo de las plumas de los eruditos mientras trabajaban hasta tarde en pulcros tratados sobre el valor de la planificación en la política económica.
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Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de tal industria era el planeta Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban materia por agujeros blancos del espacio para convertirla en planetas soñados: planetas de oro, planetas de platino, planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos construidos para que cumplieran con las normas exactas de los hombres más ricos de la galaxia.
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Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de impuestos.
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Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto.
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Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al menos nadie que valiera la pena mencionar.
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Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos, buscando aventuras y recompensas por las partes más recónditas del espacio galáctico. Y todos se atrevían a enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas importantes, a dividir audazmente infinitivos que nadie había dividido antes; y así fue como se forjó el Imperio.
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En aquella época, los espíritus eran valientes, los premios eran altos, los hombres eran hombres de verdad, las mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro eran verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro.
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¿Qué queréis decir con que nunca habéis estado en Alfa Centauro? Por amor de Dios, humanidad ¿Sabéis que solo está a cuatro años luz? Lo siento, pero si no os tomáis la molestia de interesaros en los asuntos locales, es cosa vuestra. ¡Activad los rayos de demolición!
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Para entonces, alguien había manipulado en alguna parte un radiotransmisor, localizado una longitud de onda y emitido un mensaje de contestación a las naves vogonas, para implorar por el planeta.
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-Habitantes de la Tierra, atención, por favor. Habla Prostetnic Vogon Jeltz, de la junta de Planificación del Hiperespacio Galáctico- Como sin duda sabéis, los planes para el desarrollo de las regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una ruta directa hiperespacial a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente, vuestro planeta es uno de los previstos para su demolición. El proceso durará algo menos de dos de vuestros minutos terrestres. Gracias.
Douglas Adams
La incomprensión y el terror se apoderaron de los expectantes moradores de la Tierra. El terror avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como si fueran limaduras de hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió a surgir el pánico y la desesperación por escapar, pero no había sitio a dónde huir.
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El amplificador de potencia volvió a quedar en silencio y su eco vagó por toda la Tierra. Las enormes naves giraron lentamente en el cielo con moderada potencia. En el costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un cuadrado negro y vacío.
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El fingir sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y las órdenes de demolición han estado expuestos en vuestro departamento de planificación local, en Alfa Centauro, durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que habéis tenido tiempo suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es demasiado tarde para armar alboroto.
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Curiosamente, lo único que pasó por la mente del tiesto de petunias mientras caía fue: "Oh, no, otra vez, no." Mucha gente ha especulado que si supiéramos por qué exactamente el tiesto de petunias pensó eso, conoceríamos mucho más de la naturaleza del universo de lo que sabemos ahora.
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Otra cosa que se olvidó fue el hecho de que, contra toda probabilidad, se había creado una ballena a varios kilómetros por encima de la superficie de un planeta extraño. Y como naturalmente esa no es una situación sostenible para una ballena, la pobre criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a su identidad de ballena antes de perderla para siempre.
Guía del autoestopista galáctico
En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la galaxia, brilla un pequeño y mediocre sol amarillento. En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros, gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso cuyos pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que aún creen que los relojes digitales son de muy buen gusto.
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Una de las cosas que Ford Prefect siempre había encontrado más difícil de entender acerca de los humanos era su hábito de declarar y repetir continuamente lo muy obvio.
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Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de la no existencia de Dios.