Anónimo
A las doce, como cada noche. Desde que alquilé una habitación en aquella oscura pensión, dormir era un sueño. Mi casero debió advertirme, antes de cobrarme por adelantado, de su costumbre de tocar el violín a medianoche.
Juanma Ruiz Suárez
- Un hueco en la mina
Así que allí estaba yo, arrastrándome como miles de veces he hecho, pero sintiendo tanto miedo como la primera vez. Cuando llegué al final del túnel, pude ver lo que nos aguardaba, ante mí un sinfín de criaturas espectrales danzaban alrededor de una fogata de color verde, y comprendí que bailaban porque por fin eran libres.
Anónimo
No era habitual toparse con galerías que no fueran nuestras. Si, además, una luz tenue y unos ruidos surgían de ellas -como era el caso-, el temor nos invadía a todos, por muy bravucones que nos mostrásemos algunos.
Anónimo
Sus ojos, no obstante, parecían contener en su reflejo celeste el recuerdo de un mar, ahora distante, que en el pasado protegía del sol ardiente aquel páramo inhóspito en el que había quedado prisionero.
Anónimo
Su cuerpo de escalas cobrizas estaba adornado por sinuosas vetas doradas que parecían pintadas en un mismo trazo por la misma mano que había creado las serpenteantes dunas donde habitaban.
Ramón Casas
- Pequeña Historia
En cuestión de segundos, se les estremeció el alma. No solo por lo que acababan de hacer, sino por la enorme serpiente dorada que estaba frente a ellos.
Anónimo
El sol estaba en su punto más alto haciendo huir a cualquier sombra que intentara aparecer. Tres mercaderes se dirigían a El Cairo después de una agotadora y productiva semana de mercado. Lo habían vendido todo, ahora eran muy afortunados. Solo había dunas, una interminable cadena de dunas por atravesar.
Anónimo
Quise huir de aquel lugar maldito pero su cuerpo agusanado me atrapó en un abrazo de hielo. La carcajada seguía zumbando en mis oídos y se colaba en mi cabeza como una tortura psicológica. Sentí sus manos aferradas a mi nuca y la proximidad de su aliento con olor a podredumbre. Mi resistencia fue inútil. Sus labios impregnados de horror me besaron y me hundí en los abismos del infierno.
Anónimo
La vi en el espejo, sonriéndome con el dulzor de una insinuación. Luego lanzó una carcajada al frío ámbito de cristal y su rostro se mudó en facciones de espanto. Se reía de mí, y yo me reí con ella a pesar de su monstruosa fealdad cadavérica.
Anónimo
Vi el fluorescente pestañeando molestamente. Sentí que algo me atenazaba el cuerpo, que no podía moverme, pero tampoco podía verlo porque la cabeza no respondía a mis órdenes. La lámpara seguía guiñándome ardorosamente el ojo para que reaccionara, pero su efecto era el contrario y lo único que despertaba en mí era un raro nerviosismo, un mudo hormigueo que recorría mi abdomen.
Anónimo
El reo temblaba. Cada músculo de su cuerpo actuaba con vida propia buscando salvarse por su cuenta pues el ser estaba irremisiblemente perdido. Su corazón era una locomotora mandando una presión enorme e innecesaria a su cuerpo inmóvil. Tiraba de sí hacia delante, pero el mástil del garrote le sostenía erguido.
Anónimo
Fue cuestión de segundos, bebió más de la cuenta, estaba alegre, aún oigo su carcajada. Para él no tiene remedio y para mí ya nada tiene sentido. Bajo del metro y recorro lentamente los trescientos sesenta y cinco escalones que me conducen a él.
Anónimo
Siento cómo corre el sudor por mi frente. Es tarde, de noche. El largo túnel del metro parece no tener fin. Tiemblan mis manos, estoy muy cansada. Intento pensar en algo agradable, pero mi mente se dirige una y otra vez al mismo lugar, al recuerdo imborrable del rictus de la muerte en su cara.
Anónimo
Siempre había creído que los asesinos tendrían otro aspecto. Tal vez pensaba que por el simple hecho de matar a alguien le cambiaría la mirada, le aturdirían los remordimientos o el nerviosismo entumecería sus movimientos. Se miró al espejo, pero su aspecto era el mismo.
Anónimo
El movimiento del vagón y los chirridos de las vías son gritos ensordecedores que me impiden dormir. Levanto la cabeza despacio resignado a no pegar ojo el resto del camino. Miro el reloj y me inquieta la soledad del vagón.
Anónimo
Gradualmente, las caras asombradas de la gente que aún permanecía seria, desaparecieron, hasta que solo quedé yo. Mientras rezaba porque llegara la próxima parada de metro para bajarme de ese vagón infernal, empecé a sentir un ligero escozor en la garganta.
Anónimo
Primero fue la viejecita del sombrero rojo. Empezó como una risilla espasmódica que poco a poco fue evolucionando hasta una carcajada grotesca y franca, que la sacudía con estertores violentos. Luego fue el señor del bigote, sentado en frente de mí. Luego la niña con el uniforme de colegio, la embarazada, la pareja de enamorados. Todo el vagón de metro se sacudía con una alucinada carcajada sin motivo.
Anónimo
Creo que entró en la iglesia cuando había comenzado ya la homilía. Cuando el padre Urrutia aclaraba la metáfora del Infierno. Explicaba que todo había sido una imagen útil, una forma de explicar que el mal está en cada uno de nosotros.
Anónimo
El miedo y el esfuerzo intenso no me dejaban razonar, giré la cabeza y vi dos nuevos ojos mirándome, avancé cuanto pude pero un zarpazo sobre mi pecho me detuvo y me hizo caer.
Anónimo
Me giré sobre mis pasos y a medida que me acercaba a la habitación de mi compañero de piso, el olor se hacía más espeso. Vacilé antes de abrir la puerta. Las cortinas flotaban sin rumbo, despavoridas y sobre su lecho, mi amigo yacía con los ojos vidriosos y el cuerpo inerte, sin vida, acompañado por ella.