En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad, era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el jardín.