Guía del autoestopista galáctico
No era exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las sienes. Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás. Había algo raro en su aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era.
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Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un poco corto en sus investigaciones preparatorias. La información que había obtenido le llevó a escoger el nombre de "Ford Prefect" en la creencia de que era muy poco llamativo.
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Su amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto éxito, habría que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años fingiendo ser un actor sin trabajo, cosa bastante plausible.
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Por una coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era exactamente el recelo que el descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus amigos más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese de un pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
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De ningún modo era un gran guerrero; en realidad, era un hombre nervioso y preocupado. Aquel día estaba especialmente nervioso y preocupado porque había topado con una dificultad grave en su trabajo, que consistía en quitar de en medio la casa de Arthur Dent antes de que acabara el día.
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En realidad, probablemente se trate del libro más notable que jamás publicarán las grandes compañías editoras de la Osa Menor, de las cuales tampoco ha oído hablar terrestre alguno.
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La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente larga y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la vista: solo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre.
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Arthur miró a su alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante de ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a vagas formas esféricas que flotaban en el espacio.
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Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer, a medida que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se iba haciendo curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En otras palabras, la pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un diámetro de unos cuatro millones y medio de kilómetros y anegada de una luz increíble.
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Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad que, según sabía, alcanzaba el aerodeslizador; ascendían lentamente por el aire dejando tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil resplandor de la pared.
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En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por tanto, carece de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era cualquier cosa menos infinita; solo era extraordinariamente grande, tanto que daba una impresión mucho más aproximada de infinito que el mismo infinito.
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La Guía del autoestopista galáctico es un compañero indispensable para todos aquellos que desean dar sentido a la vida en un universo infinitamente complejo y confuso, ya que, aunque no puede ser útil o informativa en todos los asuntos, al menos hace la tranquilizadora afirmación de que donde es incorrecta es al menos definitivamente incorrecta. Y en casos de gran discrepancia, siempre es la realidad la que se equivoca.
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Siempre sentía una vaga irritación tras demoler planetas habitados. Deseaba que llegara alguien a decirle que había sido una equivocación, para que él pudiera gritarle y sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre su sillón de mando con la esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que enfadarse de verdad, pero sólo dio una especie de crujido quejoso.
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Poquísima gente comprende que el presidente y el gobierno no tengan prácticamente poder alguno, y entre esas pocas personas sólo seis saben de dónde emana el máximo poder político. Y los demás creen en secreto que el proceso último de tomar las decisiones lo lleva a cabo un ordenador. No pueden estar más equivocados.
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El trabajo del presidente no es el ejercicio del poder, sino desviar la atención de él. Según tales criterios, Zaphod Beeblebrox es uno de los presidentes con más éxito que la Galaxia haya tenido jamás: ya ha pasado dos de sus diez años presidenciales en la cárcel por estafa.
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El presidente, en particular, es un títere: no ejerce poder real alguno. En apariencia, es nombrado por el gobierno, pero las dotes que se le exige demostrar no son las de mando, sino las del desafuero calculado con finura. Por tal motivo, la designación del presidente siempre es polémica, pues tal cargo siempre requiere un carácter molesto pero fascinante.
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Hace mucho que han muerto todos sus herederos, lo que significa que, a falta de una drástica conmoción política, el poder ha descendido efectivamente un par de peldaños de la escalera jerárquica, y ahora parece ostentarlo una corporación que solía obrar simplemente como consejera del Emperador: una asamblea gubernamental electa, encabezada por un presidente elegido por tal asamblea. En realidad, no reside en dicho lugar.
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El título completo del presidente es Presidente del Gobierno Galáctico Imperial. Se mantiene el término Imperial, aunque ya sea un anacronismo. El emperador hereditario está casi muerto, y lo ha estado durante siglos. En los últimos momentos del coma final se le encerró en un campo de éxtasis, donde se conserva en un estado de inmutabilidad perpetua.
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Finalmente desaparecieron por completo los últimos rayos de Sol. Su rostro seguía recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su origen, vio que a unos metros de distancia había una especie de embarcación: un aerodeslizador, supuso Arthur. Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
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Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era verdad, aunque más tarde se descubrió que mentía.