Cuando en el último año de la secundaria nos animamos a las rateadas, empezamos a usar el bar de la Galería Boo como un refugio; o bien, un ritual compuesto del sopor de la siesta, el pool, las fantasías más estrambóticas y la gaseosa de trofeo. A veces éramos cinco compañeros; otra, tres. Algunos, los cobardes, iban sólo cuando faltaban los profesores y nos dejaban salir antes, pero siempre, sin excepción, fuimos Pablo y yo.